El Mercado de pulgas San Alejo, crónica de vida María Angélica Lozada

Por: José Acelas Página 13

Sobre un camino empedrado llamado la Calle del Embudo que conduce ascendiendo al Chorro de Quevedo, lugar fundacional de Bogotá, se dieron los inicios del mercado de las pulgas, en el año de 1983. A tan histórico lugar del barrio La Candelaria y la Concordia, confluyó un grupo de personas, algunos vecinos del centro y otros de origen extranjero, para hacer a manera de feria ambulante un lugar de reunión e intercambio artístico y cultural alrededor de la biografía de las cosas. Los habitantes y el paseo citadino, la solidaridad comunitaria, las antigüedades y los oficios de colección, conservación, restauración, reciclaje, tejidos, artesanías, ebanistería, entre otros, fueron creciendo y constituyeron una forma de expresión de la colombianidad y la autogestión reunida en el centro de la ciudad.

La oferta de antigüedades, estampillas, pinturas, trajes, muebles, relojes de cuerda, música, libros, pinturas, obras de arte en esculturas, estatuillas, consolidaron el encuentro urbano en el centro histórico. Hacia el año 1985 por orden de la Alcaldía dejan el lugar y se trasladan a la carrera tercera entre calles 19 y 24. Este particular colectivo humano ya había crecido con la presencia de herramientas, recipientes de cobre y bronce, cámaras fotográficas, mercancías también nuevas caracterizadas por su elaboración manual, como libretas, vitrales, collares, manillas. Se conocieron las mochilas de la cultura indígena colombiana, desde el Cabo de la Vela de las comunidades Wayuu, pasando por la Sierra Nevada con sus Arhuacas, las Nasas de las montañas del Cauca, las Ingas del Putumayo, hasta la selva amazónica del pueblo Uitoto. Ropa, juguetes usados y con mayor presencia de objetos diversos algunos llamados cachivaches. Allí también se vendía chicha, tamales y almuerzos caseros, convirtiéndose en un lugar de celebración y carnaval callejero, motivo por el cual hicieron otro traslado hacia el barrio Germania camino hacia Monserrate. Posteriormente su proceso organizativo y de gestión con la Alcaldía, les permitió otra ubicación en el parqueadero contiguo al Museo de Arte Moderno, en la carrera 7 con calle 24, donde hoy permanecen los domingos y festivos, en calidad de arrendatarios, desde hace más de dos décadas. Están organizados en La Asociación Mercado de Las Pulgas San Alejo, se han convertido en una tradición cultural del centro de la ciudad y son visitados por ciudadanos nacionales y extranjeros.

Quienes trabajan con antigüedades, tienen el conocimiento de la procedencia y tiempo de elaboración de sus objetos de intercambio, existen artículos o prendas de diverso origen, algunos cuyo valor se mide por haber sido indumentaria en el protagonismo de sucesos históricos. Tienen la sensibilidad de reconocer su valor artístico, lo recuperan para llevarlo al mercado y ubicarlo en manos de quien pondere su cualidad, valore su utilidad y tome la decisión de adquirirlo. Así como aquellos que se dedican a recuperar un instrumento musical o una pintura restaurándola y exponiéndola en el mercado de las pulgas para hacerla conocer y disfrutar de otras personas, y que no permanezca más en un sótano o en un cuarto de bodega y de esa manera se redefinan cultural y socialmente siendo puestos otra vez en uso.

Esta mirada de la prensa comunitaria y alternativa es un reconocimiento a quienes se atreven a inventarse oficios y difundirlos como forma de vida, haciendo una labor cultural y construyendo ciudad. No solo son vendedores, son comunicadores humanos y promotores de esferas o lugares de intercambio que hacen posible otras formas de vida en la capital. El acto de salir a la calle un domingo o festivo, a exponer y conversar del mundo de las cosas previamente ubicadas, trabajadas y organizadas entre semana, se recompensa con la alegría de encontrar seres humanos que les van a dar utilidad y sentido a sus vidas. Entre tantas cosas que prestan su deleite en la observación, escuchar la música o de coleccionar una antigüedad; por ejemplo, existen los recipientes de la cocina y alimentación de las familias, como unos de los actos más básicos de la socialización de la cultura.

36 años dedicados a recuperar la utilería de cocina y la vajilla colombiana

Nos detuvimos en la vida de María Angelica Losada, una mujer bogotana de 62 años, nacida en el barrio Belén, que decidió el 7 de agosto de 1985 ir al mercado de las pulgas a ofrecer unas ollas de aluminio que no usaba ni necesitaba en la casa, de las que se hicieron para siempre en los años 70, desde ese día encontró su profesión y su lugar de trabajo. En medio de los diversos oficios que observó, por sí misma se volvió restauradora y comercializadora de vajillas y baterías de cocina, devolviéndole el valor necesario y encontrando la importancia de su trabajo y el valor social de estar con la gente. Así empezaría a fortalecer la economía familiar con su esposo de profesión publicista, con quien tuvo tres hijos y una hija, compartiendo el trabajo y la vida hasta el 2003, cuando falleció a causa de un cáncer no descubierto a tiempo. Con sus cuatro hijos aún pequeños lograron reponerse y salir adelante, logrando que terminaran sus estudios profesionales con el trabajo del mercado de las pulgas de Bogotá.

Por sus manos y su puesto han pasado toda clase de ollas, jarras, cantinas, calderos, sartenes, tapas, cazos, cucharones, coladores, grecas para hacer el café al vapor; especialmente en aluminio y antiguos. Platos, pocillos, soperas, copas, azucareras, teteras, de colores blancos con flores, con bordes, con orlas, con pintura manual, formas alargadas, cuadradas, diseños coloridos y artesanales, vajillas en porcelana, loza, o más modernas de vidrio templado y cristal de colores. Son la variedad en la evolución de las vajillas y la batería de la cocina bogotana, como en la vida de María Angélica. Estos utensilios en sus manos son apreciados y recuperados para que vuelvan a ser útiles por quienes reconocen su valor histórico o quienes les dan el valor de uso ante la falta de recursos económicos para acceder a mercancías nuevas. También son buscados para utilería de obras de teatro y televisión o decoración y diseño de interiores. Artefactos que, con procesos de conocimiento para la valoración académica, identificación histórica, documentación y conservación, son fuentes del patrimonio cultural e histórico.

Aprendió a usar el taladro, limar, adaptar una tapa, un cabestro, una agarradera, un tornillo, en la recuperación de algún utensilio. Angélica es también observadora de los sucesos del centro y sus actores, tiene conciencia que la conocen y la buscan para ofrecerle y comprarle, toma apuntes de encargos que le hacen y construye redes de intercambio. Entre semana se dispone a organizar en su bodega lo que el fin de semana y festivos expondrá en su puesto. Cree en los utensilios que difunde y su objetivo es que sean usados por otra temporada y acompañen a otras familias o vayan en buen estado nuevamente a ser útiles en alguna cocina popular o algún restaurante ambulante de la zona, alargando la vida social a las cosas. Así es orgullosa de su labor y está convencida de su aporte, elevando sus calidades humanas y su capacidad para comprender a quienes buscan solucionar problemas esenciales en el aquí y ahora de las situaciones concretas de la vida, en un lugar considerado de arte y cultura en el centro de la ciudad.

Es importante que la oferta y la demanda de los artículos del mercado de las pulgas tienen algo más que una estricta transacción comercial, se rompen las tensiones de la compraventa, dando paso al necesario don de la escucha y la palabra en el intercambio del diálogo y sus identidades. Así se van creando lazos organizados entre ellos mismos y con la comunidad de visitantes, coincidiendo que quieren y practican otras vidas. Amplían con los asistentes al mercado el deseo de tener diferentes posibilidades existenciales construyendo comunicación espiritual, más allá de la estrechez material del consumismo. La misma gente les pone el precio a las cosas, dice Angélica. Cuando le preguntamos por la calidad de las ollas, no duda en decir que, además del cuidado de la familia, la ama de casa, la trabajadora del hogar, hubo décadas atrás donde se hicieron muy bien y duraban para siempre, de esas he tenido muchas.

Un recipiente que su vida ha ido más allá de las relaciones de parentesco, de las transformaciones y la disolución natural y generacional de las familias, es un objeto cargado de historia y significados culturales. El saber que hay una olla con 50 años de elaborada y ha pasado por tan buenas manos que aún se puede utilizar y puede ser heredada, obsequiada o intercambiada, es una gran satisfacción, dice Angélica. Su dedicación a reconocer el valor y ponerlo en uso, la ha convertido en inspiradora de otros escenarios de intercambio, como la cultura del trueque y las gratiferias, que se han venido realizando e impulsando en los últimos años como instancias y resistencias culturales a la vida depredadora de los recursos. Angélica se dedica de lleno a darles movilidad y salvar las ollas y vajillas usadas en el mercado de las pulgas, como solución de problemas esenciales en la vida de la ciudad.

La restauración, reutilización, reducción y reciclaje se convierten en acciones culturales, cuyo objetivo es darles el uso adecuado a los recursos, al trabajo invertido, a la mayor durabilidad, al decrecimiento y desacumulación, en un mundo que produce y produce mercancías. Su labor es una propuesta de gestión ecológica, organizada en el espacio y el tiempo, como una artesana que ayuda a muchas familias a la austeridad en el contexto de una sociedad económicamente desigual. La cotidianidad del mercado de las pulgas se convierte así en cultura de vida y trabajo, y de resistencia al desempleo.

La Fábrica de Loza Bogotana

La primera producción industrial de platos, tazas y vajillas, en loza de origen nacional, lo registra con asombro la investigación académica (1), como un legado vigente de exclusión, en la existencia de un barrio llamado Antigua Fábrica de Loza, ubicado en la localidad Santafé en una ladera del cerro de Guadalupe. El histórico barrio fue construido sobre los escombros de la Fábrica de Loza Bogotana, que ya lista para funcionar se incendió el 22 de julio de 1834, alargando en el tiempo los objetivos de la naciente industria nacional y las innovadoras prácticas civilizatorias de los bogotanos en su forma de comer. Años después inició su producción de loza hasta 1887, cuando ante la muerte de su último dueño pasó a manos de los trabajadores y se convirtió en su propia vivienda. Del barrio Antigua Fábrica de Loza, también son los lavaderos comunitarios que aún hoy funcionan, construidos cuando Jorge Eliécer Gaitán fue alcalde de la ciudad en 1936.

El uso del aluminio para cocinar en Colombia, desde que fue fundada la fábrica Imusa en el año 1934, revolucionó la forma de cocinar.  Por su peso y duración, por ser más fáciles de limpiar y excelentes resultados en la cocción de alimentos, fueron superadas las ollas de barro y las ollas de hierro forjado en la cocina popular colombiana. Mientras las familias de clases populares mantenían la tradición de la cerámica indígena o los platos elaborados en madera, hasta mediados del siglo XIX, los primeros enseres de loza fueron de origen europeo y porcelana china, traídos por los españoles y se mantuvieron como símbolos y distinciones de clase, junto con las vajillas de plata y de peltre.

Los objetos que rodean la vida cotidiana en la memoria de los siglos XIX y XX y la memoria que fue alterada con la construcción de la Avenida Comuneros, son parte del patrimonio histórico y cultural, necesarios de seguir estudiando e investigando, en el poblamiento del centro y su marginalidad, como sus zonas aledañas, para los planes de renovación urbana y la proyección de la ciudad.

1 https://www.javeriana.edu.co/pesquisa/las-huellas-del-patrimonio-industrial/

Therrien, Mónika (2007), De fábrica a barrio. Urbanización y urbanidad en la Fábrica de Loza Bogotana. Editorial Pontificia Universidad Javeriana. Colección Libros de Investigación Bogotá.

Fotografías Revista Página 13

 

 

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