Mala alimentación en los colegios: una condena a temprana edad

Por: Juan Pablo Vásquez
Ilustraciones: Jorge Carvajal

Para la elaboración de este reportaje, el primero de la serie #AsíComenLosEstudiantes, Vorágine envió derechos de petición a 32 de las 96 entidades territoriales que operan el Programa de Alimentación Escolar (PAE) en Colombia, solicitando información concreta sobre los productos que componen el programa y la cantidad de alimentos ultraprocesados que les entregan a los niños, niñas y jóvenes.

En términos generales, la mayoría entregó respuestas incompletas. Se exigió saber cuáles son los productos adquiridos, su marca comercial, la empresa productora y si califican o no como ultraprocesados. Pero las respuestas, además de ambiguas, demuestran un desconocimiento sobre el tema.

Aunque varias secretarías de Educación declararon que los estudiantes de los colegios que están a su cargo no reciben productos comestibles ultraprocesados (o PCU, como los llaman los expertos), las listas de productos que anexaron a los derechos de petición demuestran lo contrario. Jugos de caja (que casi nunca cumplen con el compromiso que la misma industria hizo en un acuerdo de autorregulación que firmó en 2016, según el cual estos productos deben tener un contenido de fruta igual o superior al 12%), galletas de paquete, chocolates y cereales con exceso de azúcares añadidos aparecieron en más de una ocasión. Solo cuatro secretarías, las de Guainía, Guaviare, Vichada y Quindío, aceptaron explícitamente que incluían ultraprocesados.

Otras, como Tolima y Cesar, aduciendo que la responsabilidad recae sobre el contratista, no entregaron la información requerida. La de Antioquia se limitó a indicar que el PAE no es de su competencia y no remitió la solicitud de información a la entidad encargada como estipula la ley, y la de Norte de Santander citó jurisprudencia y normas, pero no señaló qué empresa fabrica los alimentos.

El pasado mes de noviembre, la organización Escalando Salud y Bienestar (ESB), un emprendimiento social colombiano que trabaja con gobiernos y colegios para generar entornos educativos seguros y saludables, publicó el Índice Welbin 2021 sobre las condiciones escolares para la salud y el bienestar. El ejercicio contó con la participación de 1.373 establecimientos educativos (65 por ciento oficiales y 35 por ciento privados) de los 32 departamentos del país (67 por ciento urbanos y 33 por ciento rurales).

Cerca del 47 por ciento de los colegios analizados implementan acciones para promover el consumo de alimentos y bebidas saludables y solo el 29 por ciento tiene campañas dirigidas a disminuir el consumo de comestibles ultraprocesados y bebidas endulzadas y azucaradas.

Los establecimientos educativos del país se rajan en términos de pedagogía para una buena alimentación y no solo con respecto a su cuerpo estudiantil. Algunos docentes y miembros del personal administrativo y directivo adolecen del conocimiento de asuntos que parecen elementales. Prueba de ello es que el Índice Welbin descubrió cuatro colegios en cuyas tiendas escolares se venden cigarrillos, tres en las que ofrecían licor y 55 en donde se conseguían bebidas energizantes, que contienen un exceso de azúcar. Para hacerse a una idea rápida, solo en una lata de una reconocida bebida energizante de 300 mililitros hay 39 gramos de azúcares añadidos, unos ocho sobrecitos de azúcar como los que se entregan con el café en cualquier tienda, y según la Organización Mundial de la Salud (OMS) el consumo de azúcares añadidos no debe sobrepasar los 50 gramos diarios, tanto en niños como en adultos.

¿Cómo está la situación en Colombia?

 El Índice Welbin señala que el 15 por ciento de los menores en Colombia abandonan sus estudios por complicaciones de salud. La proporción de la deserción escolar se acrecienta cuando pertenecen a comunidades afrocolombianas (24 por ciento) e indígenas (35 por ciento). Además, el 20 por ciento reprueba años lectivos por la misma razón. Pero los efectos adversos no se limitan al sistema educativo, lo trascienden. Los niños y niñas con dificultades de salud corren el riesgo de perder entre cuatro y seis puntos de su coeficiente intelectual, aseguran los expertos.

Un reciente informe del Ministerio de Educación situó en 9,9 millones la cantidad de niños, niñas y adolescentes que están matriculados en colegios a lo largo y ancho de Colombia, de los cuales el 81 por ciento son estudiantes de colegios oficiales (o públicos) y el 19 por ciento restante, de instituciones privadas. La pandemia de Covid-19 obligó a que la educación se trasladara a plataformas virtuales por varios meses, pero la presencialidad ha ido retomando protagonismo y, actualmente, el 75,5 por ciento de los estudiantes (7.523.466) está de regresó en las aulas. La cotidianidad se parece, de a poco, a lo que era la vida previa al coronavirus. Bajo esta dinámica de regreso progresivo, los estudiantes de primaria asisten, como mínimo, a 25 horas de clase semanales y los de bachillerato a 30.

Los niños y niñas, imaginándonos que ir a estudiar es su trabajo, están de tiempo completo en el colegio. Es su segundo hogar”, afirma Daniel Tobón, médico especialista en salud pública y CEO de ESB.

Lo que se consume

Según el Ministerio de Salud, “factores en la transición posteriores a los cinco años de edad, como el ingreso pleno al sistema escolar y la exposición al mercadeo de alimentos, inciden en las prevalencias de sobrepeso y obesidad”, que en Colombia han aumentado de forma sostenida en los últimos años en mayores de 5 años.

En 2019, un estudio de esa cartera identificó que el 17,53 por ciento de los menores de edad del país sufrían de exceso de peso. Esto se traduce en 2,7 millones de niños y niñas afectados. Una de las razones es la estrecha relación que tiene esta población con los alimentos de altos contenidos en sodio, azúcares, calorías y grasas saturadas. “Los niños y adolescentes colombianos tienen una gran preferencia por los alimentos procesados”, señala el documento.

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Las cifras le dan una magnitud significativa al problema. La última Encuesta Nacional de Salud Escolar (ENSE), que es del 2018, encontró que el 74 por ciento de los estudiantes de colegio consumen bebidas azucaradas, el 82,4 por ciento productos de paquete y el 58,5 por ciento reportó que consume comidas rápidas por lo menos una vez a la semana. En cambio, los alimentos nutritivos no se comen con la frecuencia deseada. El 86,9 por ciento de los estudiantes no consume todas las frutas y verduras que debería y el 76,5 por ciento tampoco consume lácteos en la proporción necesaria.

Los expertos atribuyen estos números a cinco factores: el sabor de los productos ultraprocesados, su bajo precio, el poco o nulo conocimiento de los consumidores acerca de su composición, su sugestiva publicidad y su alta disponibilidad en el mercado. Los últimos dos —publicidad y disponibilidad— son quizá los de mayor relevancia en los entornos escolares del país y, especialmente, en las tiendas que venden sus productos a los niños en los recreos.

Uno se para frente a una tienda de colegio y más del 80 por ciento de los productos que se ofrecen son bebidas y comestibles ultraprocesados. Con seguridad todos tienen al menos un nutriente crítico”, advierte Angélica Claro, la psicóloga médica que trabaja en Red PaPaz. Por nutriente crítico se refiere a todo aquel cuyo déficit o exceso en la alimentación constituye un factor de riesgo.

Estar presentes, fácilmente visibles y a la mano, aumenta las posibilidades de que un estudiante adquiera uno de estos productos. Es cuestión de oferta y demanda. La razón para que ocupen los lugares más notorios en las tiendas es que son los preferidos de niños y niñas. Y esto se debe, en buena medida, a la publicidad. Si su nivel de influencia estuviera dimensionado, como lo han recalcado Tobón, Claro y otros expertos en el tema, ya se habrían impuesto límites a su difusión. Diversos estudios responsabilizan a la publicidad de entre el 15 y 40 por ciento de los casos de obesidad en niños.

Las leyes han sido muy laxas y las grandes corporaciones tienen toda la libertad para posicionarse en los entornos escolares”, explica Mylena Gualdrón, nutricionista e investigadora de FoodFirst Information and Action Network (FIAN, por sus siglas en inglés). En su opinión, las tiendas de los colegios han impuesto una “dieta corporativa” a los alumnos mediante la venta y excesiva promoción de sus productos.

En su libro Dime dónde estudias y te diré qué comes’, Valentina Rozo, economista e investigadora de Dejusticia, ubicó nueve tipos distintos de publicidad que utilizan las empresas de comestibles ultraprocesados y bebidas azucaradas y endulzadas en los colegios (la muestra consistió en 21 colegios de Bogotá de diferentes estratos socioeconómicos, tanto públicos como privados). De acuerdo con la investigación, marcas como Postobón, Coca Cola, Colombina, Crem Helado y Frito Lay están en góndolas, congeladores, neveras, buzones de reciclaje, afiches, mesas y máquinas de té, café y dispensadoras de productos de paquete. También auspician torneos deportivos, bazares y otro tipo de actividades extracurriculares, como el día de la Tierra o el día de la familia. Su inmersión es total en el ecosistema educativo.

Según Rozo, “las neveras tienen un elemento adicional y es que funcionan a través de comodatos y las empresas piden exclusividad y, por supuesto, que se compren sus productos”. En su investigación aparece el testimonio de la administradora de la tienda escolar de un colegio de estrato socioeconómico alto en Bogotá que señaló lo siguiente: “(Las neveras) están hace muchos años. Siempre se le compraba a Postobón y Coca Cola. Coca Cola la sacamos hace unos 10 años y está ahorita Postobón solamente. Además, porque antes Postobón tenía gaseosa en el colegio, pero hace seis años más o menos se quitaron las gaseosas de la cafetería. Pero como se les compran los juguitos, han permanecido las neveras ahí. Va a llegar el momento en el que nos van a decir: pues usted no nos compra, nos toca llevarnos las neveras. Y al colegio le va a tocar hacer la inversión de comprar la nevera”.

Para la investigadora de Dejusticia “este mecanismo de funcionamiento es perverso, pues obliga a los colegios a tener refrigerados únicamente los productos de la empresa que les provee la nevera, lo que quiere decir que estos sistemas de refrigeración no podrían usarlos para vender, por ejemplo, lácteos. Además, se crea un estrés para las tiendas escolares a la hora de migrar a productos saludables, pues dejar de vender comestibles ultraprocesados significaría perder la nevera y tener que comprar una propia”.

La institucionalidad tiene una deuda de décadas en este tema. En la legislación colombiana no existen actualmente impedimentos para la intromisión de estos productos en los colegios, y de las compañías que los fabrican, en la vida de los niños, niñas y adolescentes. Los colombianos naturalizan el consumo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas y endulzadas desde temprana edad y, para muchos, ahí está su condena.

Los riesgos de una mala alimentación

Lo que un niño come no son solo alimentos. Lo que come es buena parte de su futuro. El plato de comida que se le sirve incide en múltiples aspectos de su vida. Y por casi toda su existencia. Así como la educación, la alimentación tiene la capacidad de transformar radicalmente —para bien o para mal— su adultez y su vejez. Los alimentos que se consumen durante la infancia y adolescencia son la piedra angular para la materialización de sueños y proyectos que se presentan más adelante en el campo laboral, académico y emocional, entre otros.

En 2019, la Oficina de Perspectivas y Políticas Mundiales del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF)  publicó un informe en el que revelaba que uno de cada tres niños menores de cinco años no recibe la nutrición que necesita para crecer bien. Esto significa que cerca de 200 millones de niños, de los cuales el 16,5 por ciento están en América Latina y el Caribe, toman su primera cucharada de desigualdad recién arriban al mundo.

¿Qué desventajas padecen con respecto al resto de la población? Por ejemplo, un niño sin acceso a una nutrición adecuada tiene más riesgo de desarrollar diabetes, problemas respiratorios y alteraciones en su sistema inmunológico que afectan la capacidad de su cuerpo para defenderse de infecciones o virus. En otras palabras, comer mal es sinónimo de un niño poco saludable. Y, lastimosamente, también de un aprendizaje deteriorado, porque una alimentación pobre está asociada con el ingreso tardío de los menores al sistema educativo, con un peor desempeño en pruebas de conocimientos generales (matemáticas, lectura y vocabulario) y con menos años de escolaridad. 

El perjuicio al que están expuestos estos niños es, por lo tanto, físico y cognitivo. Decenas de investigaciones han comprobado que la mayoría de los que no se alimentan de forma correcta jamás desarrollan todo su potencial. 

Eso también repercute en que, como asegura el Banco Mundialla mala alimentación sea un fenómeno que perpetúa la pobreza porque reduce la productividad de las personas —y así sus posibilidades de generar riqueza— y, sobre todo, se transmite de generación en generación. Si alguien nace y crece en un hogar o contexto que no le pueda suministrar una buena alimentación, seguramente será pobre y su descendencia tendrá que soportar esa misma realidad. No hay justos ni pecadores, solo un ciclo absurdo que se repite. ¿Cómo lidiar con esa injusticia?

Las posibles soluciones pasan por diferentes frentes. El empoderamiento de los niños y sus familias para que exijan alimentos saludables y que estos sean asequibles es una alternativa. Establecer entornos de alimentación sana y recopilar periódicamente información para formular políticas públicas en torno a este tema es otra. Estas son iniciativas que involucran a varios actores y requieren altos niveles de compromiso del sector público y privado. Pero quizá la acción más concreta para intervenir positivamente en el desarrollo de un menor pasa por enfocar los esfuerzos en el lugar en el que transcurre la porción más importante de sus días: la escuela.

La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) considera que los colegios son el inicio del final de la malnutrición debido a que se prestan como un escenario idóneo para moldear los hábitos alimenticios de los niños, especialmente cuando están cursando sus primeros años escolares. Con la ayuda de sus profesores y de una malla curricular que explique de forma didáctica y entretenida la importancia de comer bien, un menor puede ser nutricionalmente alfabetizado y, desde temprana edad, generar preferencias por alimentos saludables como las frutas y los vegetales. Eso tiene consecuencias eficaces y directas a corto, mediano y largo plazo. Y los beneficios se extienden por fuera de las escuelas y tocan, incluso, algunos de los principales indicadores macroeconómicos del país.

Nunca es tarde para Colombia.

* Espera muy pronto la segunda parte de la serie #AsíComenLosEstudiantes

Nota: Este reportaje se realizó gracias al apoyo de VITAL STRATEGIES.

voragine.co

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