¡No mires abajo!

MANUEL ROMERO FERNÁNDEZ

Director del Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social

El Coyote y el Correcaminos.- Warner Bros

Normalmente, cuando intento explicar el vacío existencial en el que se encuentra sumergida gran parte de mi generación y gran parte de la siguiente, suelo utilizar la metáfora visual de una escena que se repite con frecuencia en la serie de dibujos animados de El Coyote y el Correcaminos. Como sabéis, toda la trama gira en torno a los intentos del Coyote de atrapar al Correcaminos para comérselo, pero, a pesar de pretender cazarlo en varias ocasiones por capítulo, siempre fracasa. Hay una escena, como decía, que conservo de mis recuerdos de la infancia, allá por los años en que veía la serie en televisión. El Correcaminos, una suerte de avestruz extremadamente veloz, utiliza su velocidad y su inteligencia para deshacerse del Coyote y, en repetidas ocasiones, salta de un precipicio a otro, sirviéndose de la inercia para pasar de una montaña a la otra y sortear la caída. El Coyote, un animal de naturaleza más lenta, en su afán por capturarlo, continúa corriendo lo más rápido posible a la zaga de este avestruz de tonos azules. Cuando el Coyote llega al final del precipicio, logra avanzar unos metros más por el aire hasta que llega el momento en el que mira hacia abajo y, para su sorpresa, sus patas están flotando, no hay superficie sobre lo que apoyarse y poder impulsarse para seguir con la carrera. Es entonces cuando se precipita y cae al vacío.

En ocasiones tengo la sensación de que nos comportamos como Coyotes, acelerando sobre el vacío e intentando no mirar abajo. Nos despertamos atendiendo el móvil, saltando de una red social a otra, de Twitter a Instagram pasando por Facebook o TikTok, para volver a hacer el recorrido inverso. Después, el día transcurre entre correos electrónicos, la universidad, los apuntes y el trabajo. Todo esto mientras cuidamos nuestro capital erótico y relacional -otra exigencia más, de estas que no están escritas en ninguna parte, pero que es sin lugar a dudas un factor que contribuye a incrementar los niveles de ansiedad. Prestar atención a cientos de estímulos diarios nos vuelve completamente disfuncionales para según qué tareas. Por ejemplo, concentrarnos. Somos antropológicamente incapaces de prestar atención durante largo rato a algo, a una película, a un libro o a una conversación entre amigos sin consultar el Whatsapp. De ahí el uso cada vez más extendido de metanfetaminas en la época de exámenes para mantener la concentración. Cuando nos vamos a la cama lo hacemos también mirando el móvil. Desde mi propia experiencia, hace años que no sé lo que es irse a dormir sin el portátil, sin poner una película, serie, documental o directo de Twitch de fondo hasta que consigo coger el sueño.

Mientras que continuamos avanzando dejando atrás la estela de la inercia todo va bien, el problema es cuando miras hacia abajo y te das cuenta de que no hay suelo firme sobre el que pisar. Eso que se ha repetido en muchas ocasiones últimamente de que los jóvenes no sabemos aburrirnos es cierto. No sabemos perder el tiempo, porque tampoco podemos permitirnos el lujo de hacerlo. El instante en el que paramos, nos precipitamos al vacío. Y lo peor es que, a diferencia del Coyote, no tenemos claro del todo que es lo que perseguimos. Recuerdo hablar con una amiga que me contaba que los peores ataques de ansiedad y pánico a los que se había enfrentado fueron en momentos de relativa tranquilidad, no en época de exámenes o fechas de curro muy señaladas. Cuando no pareces tener demasiado que hacer y crees que puedes detenerte a leer o salir a pasear te ves arrastrada por una crisis existencial que te interroga sobre tu posición en el mundo, el sentido de la vida o sobre un futuro que apenas puedes vislumbrar.

En el mes de marzo, mientras me recuperaba de un fuerte trastorno de ansiedad y depresión, escribí un artículo en el que hablé de los esfuerzos sobrehumanos por salir adelante, por pensar que todo iría bien. Hace unas semanas, caí en la cuenta de que por aquel entonces únicamente era capaz de evaluar mi mejora en función de mi actividad, hacer progresos era el equivalente a elevar el ritmo de tareas cumplidas. Este huracán pasó por mi vida poco después del primer confinamiento, después de tener que encerrarnos en casa y vernos forzados a parar. La pandemia nos obligó a mirar hacia abajo y tener que enfrentarnos a la experiencia radical de habitar el vacío. Probablemente, uno de los más agudos observadores de este nuevo síntoma de época fue Mark Fisher, quien diagnosticó en sus alumnos lo que llamó anhedonia depresiva, que se caracterizaría no por la incapacidad de experimentar placer, como normalmente se asocia con la depresión, sino por no saber hacer otra cosa que no sea buscarlo constantemente.

Uno de los mayores problemas que se derivan de la situación actual de sobreestimulación permanente, y que a la vez lo provocan, son los modelos culturales dominantes entre los jóvenes, la hegemonía de una cultura inmediata y precocinada. Como decía Simon Reynolds, se está produciendo una aceleración de los ritmos de la vida cotidiana a la vez que experimentamos una profunda deceleración cultural. Abundan los ejemplos, el éxito rotundo de los vídeos de Youtube con títulos como 1 hora sin pausa de datos curiosos o las compilaciones de caídas, golpes y otras situaciones ridículas o graciosas en los vídeos de Le Zap de Spi0n, las recetas que aparecen constantemente en los reels de Instagram de platos semielaboradas en no más de veinte o treinta minutos, los vídeos que te enseñan a organizar tu día a día y así no perder el tiempo, etc. El saber se ha reducido a la acumulación de datos inútiles y fragmentarios, a poseer el conocimiento necesario para jugar con solvencia una partida de Trivial Pursuit o afrontar una conversación de unas horas con alguien que no conoces.

Obviamente, los déficits en la innovación cultural no se pueden reducir al estado psicosocial de las nuevas generaciones, habría que tener en cuenta factores como la precariedad y/o las transformaciones estructurales del capitalismo tardío. Nadie se cree a estas alturas el cuento neoliberal de que cuando le quitas a la gente la sensación de seguridad emerge la creatividad, de que las crisis económicas son oportunidades para la proliferación de ideas. No es ninguna revelación afirmar que los períodos de mayor efervescencia cultural y política de las últimas décadas tuvieran como condición de posibilidad una suerte de infraestructuras materiales que les dotaban de holgura económica, recursos materiales y tiempo libre para la heurística y el encuentro físico y de ideas -una lección más para quienes quieren hacernos creer que cultura y economía son dos esferas independientes. Después de décadas devastadoras de ofensiva neoliberal, todas aquellas certidumbres han desaparecido. Ahora, el mayor de los retos es cómo hacer frente al vacío y recuperar e inventar nuevos modelos de cultura con la capacidad de imaginar un futuro más allá del capitalismo, y hacerlo, además, sobreponiéndose a la nostalgia inútil del «todo tiempo pasado fue mejor».

Evitar la nostalgia también es comprender que en el punto de partida, es decir, en la cultura actual, en el modo en el que administramos la vida y nos arrojamos al mundo, hay elementos que merecen la pena ser salvados y, otros, que sencillamente han venido para quedarse por un largo rato y no vamos a cambiarlo por mucha voluntad que le pongamos, como la alteración psicoantropológica del déficit de atención de la que hablaba antes. He oído decir en varias ocasiones a políticos e intelectuales de izquierda que deberíamos recuperar el aburrimiento. Desde mi punto de vista, creo que la disputa estaría en conquistar el tiempo libre del que se disponía cuando aburrirse era una opción, lo contrario no me parece ni realista ni políticamente deseable -no olvidemos el eslogan situacionista del Mayo Francés que decía aquello de «que la alternativa a no morirnos de hambre no sea morirnos de aburrimiento». Otra cultura es posible, no deberíamos tener que elegir entre la cultura de lo inmediato o el tedio. Disponer del tiempo libre necesario para crear y experimentar, dotarnos de esos espacios para el encuentro y la puesta en común, es lo único que nos va a librar de seguir corriendo entre precipicios como Coyotes empujados por cientos de estímulos, evitando mirar abajo para no caer al vacío. A la vez que nos va a permitir mirar hacia delante y no entregarnos a los clamores confortables del discurso nostálgico, de volver a un tiempo pretérito en el que nunca estuvimos.

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