Historia colombiana de la infamia

Con algunas ideas en mente, he organizado frases para elaborar un relato que ilustre ciertos acontecimientos sepultados por la violencia y que a muchos colombianos nos han marcado de por vida. Son realidades, la mayoría de ellas desconocidas o negadas por otros relatos interesados. Mientras reconstruyo estas historias, mantengo encendida una vela por cada una de las personas y pueblos martirizados.

Efraín Jaramillo Jaramillo

Colectivo de Trabajo Jenzera

Mientras que la Comisión de la Verdad nos ofrece una serie de conceptos y paradigmas que contribuyen a la comprensión de lo que nos sucedió a los colombianos en estas últimas décadas de violencia, circulan relatos de algunos espíritus obscenos, que se empeñan, de forma intolerante, a la tarea de impedir que nos ocupemos de ese pasado sombrío para asimilar las culpas y poder recuperar la dignidad, sin la cual no tiene sentido reanudar nuestra vida. Aún más, estos espíritus de manera cínica y grosera manipulación, utilizan las redes sociales —en tiempo real— para saturar con falsas noticias las mentes de los colombianos, negando las desgracias causadas. Ya sabemos que todo pertinaz embustero conoce el mecanismo psíquico que opera en los seres humanos, que terminan admitiendo una falacia, cuando es muchas veces repetida. Y más cuando se ha confeccionado finamente el lenguaje y orquestado una estrategia de preparación de la opinión pública, para acoger la noticia falsa. Este hecho, magistralmente descrito por el filólogo Victor Klemperer en “Lingua Tertii Imperii”, sobre la ideología del tercer Reich, se ha presentado innumerables veces en el mundo y en todas las épocas. Es usual encontrarlo en países con regímenes autoritarios y agrupaciones armadas que los combaten, pero que les niegan a los otros, lo que reclaman para ellos. Colombia, más que la excepción, ha sido la regla. Recordemos solo como Rafael Núñez, con ardides, embustes, intrigas, conspiraciones y acciones militares, logró sepultar a finales del siglo XIX la Constitución liberal de Rionegro, instaurando (restaurando) con la Constitución de 1876, unas ideas y principios que se opondrían durante todo el siglo XX al progreso de Colombia, dejando desde entonces a su población al desnudo y a la intemperie.

Con algunas ideas en mente, he organizado frases para elaborar un relato que ilustre ciertos acontecimientos sepultados por la violencia y que a muchos colombianos nos han marcado de por vida. Son realidades, la mayoría de ellas desconocidas o negadas por otros relatos interesados. Mientras reconstruyo estas historias, mantengo encendida una vela por cada una de las personas y pueblos martirizados, como producto de conquistas y usurpación de espacios de vida —aborigen americano o africano— o como resultado de intolerancias —religiosa, nacional ideológica o racial— de que han sido víctimas muchos pueblos en el planeta —armenios, judíos, tutsis, rohingyas y un largo etcétera—. Enciendo también un cirio de pascua por todos aquellos cuerpos roídos, injustamente sacrificados y olvidados de Colombia, o cuerpos que aún están desaparecidos, presentes solo en memorias cargadas de dolor.

Estos relatos hacen parte, disculpe amado Borges que use su idea, de una “historia colombiana de la infamia”.

Espejito espejito…

“En un lugar del Pacífico, de cuyo nombre no recomiendo acordarse”, la maestra de un caserío me narró una de esas historias que revuelve las entrañas de quien las escucha. Un jefe de guerrilla habría matado a varias jóvenes afrocolombianas, indígenas y mestizas, instigado por una amante aprensiva y perturbada. Antes de degollarlas las violaba y en una ocasión, quizás dos, para satisfacer los caprichos de su amada malvada, cortó una de sus orejas a sus víctimas, como evidencia de haber cumplido su misión. Por pudor no indagué más, ni por nombres o número de mujeres sacrificadas —una sola basta—. Solo supe que eran jóvenes y bellas. No sé si esta maestra estaba excediendo a su exuberante imaginación. Para mi esperanza, desearía que así fuera, simplemente fábulas. Pero a esta historia que hoy traslado a las mentes de ustedes y que como a mí, les turbará de por vida la virtud de la compasión con el género humano me resta solo agregar, que de una de esas mujeres —que sí conocí, aunque brevemente— supe, que había tratado quitarse la vida, al enterarse que iba a ser la próxima víctima.

Un sueño de amor truncado

Una pareja de jóvenes amantes del interior del país, llenos de esos sueños que promete el amor, tomaron un buen día la decisión de vender todos sus haberes para ir a una remota región del Pacífico, donde anhelaban vivir en paz y criar a sus hijos a las orillas del mar. Allí aprendieron de los indios Emberá a construir un tambo y cultivar una chacra. Se volvieron pescadores de la mano de una familia afropacífico que los acogió con generosidad y les enseñó a aprovechar los frutos del manglar. Ese hogar fue alegrado un tiempo después con el nacimiento de una niña. Durante buena parte del año, el único contacto que tenían era con la familia Emberá y con la familia negra, con las cuales compartían remedios y plantas medicinales, y toda suerte de historias maravillosas que tiene la ruralidad colombiana.

Por esos albures de la vida y en un mal día, pasó por allí una columna guerrillera que los requirió por alimentos, a lo cual accedieron sin mayor precaución. Un tiempo después les llegó una cuadrilla paramilitar, guiada por uno de los guerrilleros de la columna que había sido auxiliada con alimentos, y de la cual había desertado para no ser “ajusticiado” por alguna falta. Este ex guerrillero denunció el apoyo prestado a esa columna guerrillera de la cual había sido parte. El mando paramilitar no otorgó crédito a las explicaciones de la joven, ni se conmovió con sus ruegos y su llanto. El grupo se llevó a su marido y no se supo más de él, hasta que otro mal día, un desertor del grupo paramilitar responsable del secuestro, le narró lo que habría ocurrido con su marido. El joven habría sido obligado a cargar los trastos de cocina y las provisiones durante largos recorridos, algo que habría realizado con denuedo, esperando la conmiseración de sus captores y su liberación. Cuando su salud empeoró, decidieron asesinarlo. La mujer abatida y presa de angustia, recogió un par de cosas, quemó el tambo y abandonó con su hija el lugar donde había sido feliz por algún tiempo.

Cuando la conocí, en Suarez (Cauca), se desempeñaba como lavandera de ropa de mineros y barequeros del río, en la época en que aún no se había construido la represa de la Salvajina.

Mi madre conmovida por esta historia me pidió que la buscara y la llevara a nuestra casa en Piendamó. Viendo en sus ojos la aflicción que le había causado este relato —constaté una vez más de que material estaba yo constituido— tomé la decisión de ir a buscarla y en compañía de Luis Ángel Monroy (“Moncho”) —comandante del grupo guerrillero Quintín Lame—, que también fue afectado por esta historia, llegamos a su cambuche a orillas del río. Estaba abandonado y caído. Nadie nos dio razón de ella. Nunca más supimos de su suerte. Quizás “floreció en el abismo” y se marchó en pos de otro sueño.

Farsante y piadoso sicario

Cuenta un amigo, que en un pueblo del Suroeste antioqueño, era conocido un personaje insignificante y vulgar, que solía asistir al velorio de las personas que había asesinado. Esperando el momento oportuno para captar la atención de los presentes, se acercaba al féretro y exclamaba en voz alta: “Ay Dios mío, pero ¿quién hizo esto?”.

Sin el cuerpo del occiso no hay delito punible

En Buenaventura, cuentan los habitantes de barrios de Bajamar, que habrían casas donde —literalmente— “picaban” a personas para desaparecerlas. Esas llamadas “casas de pique” habrían funcionado durante varios años en barrios controlados por bandas criminales, relacionadas con el narcotráfico o con la mal llamada “limpieza social” para la “modernización” del principal puerto marítimo del país.

De forma similar, en la región del Catatumbo, un conocido jefe de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), ordenó la construcción de hornos crematorios para desaparecer a sus víctimas. En algunos casos, víctimas torturadas eran introducidas aún con vida a los hornos.

Un “falso positivo” discapacitado

Después de varios meses de buscarlo en vano, una madre de Soacha se enteró que su hijo había sido enterrado como NN a mil kilómetros de allí. Según la versión oficial de las fuerzas militares, había sido “dado de baja” en combate con el ejército. Este joven hizo parte de los cerca de 5.000 muchachos de barrios populares que eran “enganchados” para trabajar en faenas de campo, pero que posteriormente fueron asesinados y presentados como guerrilleros muertos en combate con el ejército. La razón de ello era obtener ascensos, licencias especiales u otras recompensas. Lo que no supo, o no le importó al reclutador, era que uno de estos muchachos, a quién buscaba su madre afanosamente, era discapacitado mental.

Tatuajes impúdicos

Víctor Ramón Navarro Serrano, más conocido con el alias de “Megateo”, es traficante de drogas y segundo al mando del Ejército Popular de Liberación (EPL), cuyo centro de operaciones es el Catatumbo en la frontera con Venezuela. De él se sabe su afición por niñas vírgenes de entre doce y quince años, que son sacadas de hogares campesinos bajo amenaza o con el “aliciente” de un pago de entre 10 y 15 millones de pesos. A estas niñas después de ser abusadas, sus cuerpos eran tatuados con el rostro de Megateo. Un capturado de ese grupo habló de más de mil niñas que han experimentado ese suplicio. Se dice que a los hijos de sus preferidas, que serían cerca de 50, les brinda manutención, salud y estudio. Las que no gozan de sus afectos y quedan embarazadas, las obliga a abortar.

El cuento de alias “El Marrano”

El 25 de febrero de 1999 fueron asesinados, tres jóvenes estadounidenses, activistas de derechos humanos que asesoraban a comunidades indígenas U’wa en la protección de su territorio, frente a la empresa petrolera Occidental Petroleum (OXY). El antropólogo Terence Freitas y las indígenas Ingrid Washinawatok y Lahee Enae Gay, llegaron a Colombia invitados por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), con el fin de apoyar las reivindicaciones de las comunidades U’wa. Cuando salían del caserío El Chuscal (Boyacá), fueron secuestrados por miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Sus cuerpos baleados fueron encontrados un mes después en territorio venezolano.

Según el reporte que recibimos de los indígenas de la zona —para esa época yo asesoraba a la ONIC— fue que, Germán Briceño, alias Grannobles, contradiciendo la orden de su hermano Jorge Briceño —alias Mono Jojoy, jefe militar de las Farc y comandante del Bloque Oriental— de mantener con vida a los secuestrados, ordenó su asesinato. Hoy existen varias versiones sobre este hecho. Una de ellas es que se trató de un “error de comunicación”. Pero otra versión, más plausible, es que alias el Marrano— un mando medio del décimo frente de las Farc y cercano al Mono Jojoy— habría comunicado a Grannobles que los secuestrados hablaban insistentemente de su relación con la ONIC, a lo que el semi analfabeta Grannobles respondió que esa sigla “le sonaba a CIA” —la Agencia Central de Inteligencia estadounidense— y dio la orden al Marrano de matarlos. Grannobles, según un comunicado de las Farc, fue sentenciado a la pena capital por desacato, condena que fue posteriormente conmutada por la realización de un curso de historia, geografía del país y lecto escritura, pues la falta cometida se debía a su ignorancia. Hoy Grannobles hace parte de las disidencias de Iván Márquez, Jesús Santrich, el Paisa y Romaña.

Una cristiana sepultura negada

El 7 de octubre de 1967 murió en un pobre rancho de Ortega (Tolima), el más grande líder indígena del siglo XX, Manuel Quintín Lame Chantre. A las luchas de Quintín —las célebres “quintinadas”— le deben los indígenas que aún existan resguardos en el Cauca, una región que potenció pocos años después de su muerte, las luchas indígenas en todo el país, a partir de la fundación del CRIC en 1971. Fue “la chispa que quemó la pradera”. No creo exagerar si señalo, que a este rebelde indígena se le debe que haya movimientos indígenas en el país.

A pesar de esto, como lo narra un contemporáneo suyo, el etnólogo Gregorio Hernández de Alba, “Para esta robusta figura del Indio luchador no sonaron los tres dobles de campana, ni se abrió el cementerio, porque no se reunieron los 15 pesos reclamados por la Parroquia. ¿Qué hacer? […] llevarlo a una lomita marginal del río Ortega, abrir clandestinamente un hueco y colocar allí tanta vida, tanta rebeldía, tanta fantasía, tanta América”.

Y el árbol soñó…

Dice un cuento que el viejo Jacarandá que sobresalía en la selva amazónica por sus vistosas flores, soñó mientras era derribado por el hacha: “ya no alegraré el bosque con mis flores, pero de mi cuerpo harán libros que alegrarán a los niños y alentaran muchos de sus sueños”. No supo el Jacarandá que retornaría a la selva, pero convertido en biblia para la adoctrinación de pobladores nativos.

Puñalada trapera

Eran momentos de fiesta en Puerto Merizalde (Bajo Naya). Habíamos terminado de grabar muchas canciones de la música tradicional de las comunidades negras del Pacífico colombiano. Mi amigo Roberto Wangeman, que había venido del Perú para hacer las grabaciones, estaba feliz por haber culminado con éxito el trabajo confiado por IWGIA.

Bailábamos con los músicos y “cantaoras” de la región, cuando en medio del frenesí que producía el viche de doña Marciana —a leguas el mejor que he conocido—, la música se interrumpió. Había llegado al puerto el cadáver de una joven de escasos 18 años, asesinada en el Alto Naya. Los hombres hicieron de afán un cajón y las mujeres se vistieron de gala para despedir de este mundo a la malograda mujer. La música alegre se transformó en canticos de alabaos.

Llamaba la atención los gritos de dolor de otra joven que acompañaba el cadáver, a la cual las mujeres rodeaban con cariño tratando de sosegar su desconsuelo.

Meses después en una entrada que hicimos al Alto Naya, supimos por un miliciano de las Farc, que esa mujer, que con tanto dolor manifestaba la pérdida de su amiga, era su hermana menor, que había sido llevada por la finada a trabajar como meretriz en una de esas cantinas de mala muerte que abundaban en la región, donde corría a chorros la plata de la coca. Lo que nos dejó atónitos, fue que ella le había propinado una certera puñalada al corazón a su hermana, cuando bailaba “apretada” con el hombre de sus afectos. Las Farc pensaron fusilarla, pero optaron por obligarla a llevar el cadáver a Buenaventura y entregarlo a sus padres.

viva.org.co

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