Cóndores no entierran todos los días: 50 años de una epopeya

Fotograma de la película Cóndores no entierran todos los días (1984), dirigida por Francisco Norden y basada en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal

 

Cinco decenios después de publicada, la novela se consolida como una de las más notables narraciones del continente por la veracidad de su realidad ficticia, la asombrosa reinvención del pequeño gran universo de Tuluá, la sólida elaboración de sus personajes y la fuerza idiomática con que construye el maravilloso relato

José Luis Díaz-Granados

Gustavo Álvarez Gardeazábal es el escritor más colombiano de Colombia. Desde sus Cuentos del Parque Boyacá hasta las últimas novelas, su palabra creadora brota de lo más arterial de nuestra adolorida patria y se eleva hasta las superficies del purgatorio para reinventar, relatar, reafirmar y delatar las llagas putrefactas de la sociedad, los gérmenes de la oscura y siniestra violencia social y política, las corruptelas y las concupiscencias de los dirigentes, las bitácoras torcidas de los codiciosos y las triquiñuelas perversas de los poderosos que se cobijan con la moral de los pérfidos y los hipócritas.

No es fácil, y desde luego, no ha sido fácil para un escritor como Álvarez Gardeazábal, tan consciente de su oficio como pocos en Colombia, asumir este deber de desenmascarar a los que han llevado al país, desde distintos campos, a la demolición a la que asistimos cotidianamente. Y digo que no ha sido fácil, porque ante todo está el narrador, el novelista magnífico, que lejos de volver a la denuncia del panfleto maniqueo, realiza una de las más interesantes travesías literarias, reconocidas con euforia por las más exigentes academias del mundo anglosajón.

Contradicciones vitales, alucinaciones colectivas

En la lectura de los libros de Álvarez Gardeazábal asistimos también a una aventura por las más diversas técnicas del relato contemporáneo. Desde la narración lineal -con el párrafo tradicional, hasta los más audaces experimentos que nos muestran a un escritor gozoso de su libertad creadora-, Gustavo Álvarez Gardeazábal reinventa a Colombia, fragmento por fragmento, hasta lograr el más completo collage de debilidades y ambiciones, y el más acabado y multicolor universo de contradicciones vitales y de alucinaciones colectivas.

Por eso en obras como La boba y el Buda, El bazar de los idiotas, La tara del Papa, El titiritero, Dabeiba, Los míos, Pepe Botellas, El Divino, El último gamonal y desde luego, Cóndores no entierran todos los días, aparece el trazo magistral del pintor a quien no se le escapa un solo detalle del gran fresco social que quiere mostrar al mundo, el poder imaginativo del narrador que conoce los más recónditos secretos del oficio y el sicólogo que además de profundo observador de sus gentes, toma de manera permanente radiografías de sus almas.

Entre la violencia y la apariencia

Cóndores no entierran todos los días es una de las novelas cardinales de los últimos tiempos en Colombia. Hace poco más de 50 años, el entonces profesor de la Universidad de Nariño, Gustavo Álvarez Gardezábal, sentado frente a una máquina de escribir en la pequeña oficina del Taller de Escritores, dio rienda suelta a sus demonios interiores y edificó ese monumento literario que al pie del último párrafo dice: “Torobajo, 1971”.

La figura siniestra de León María Lozano, “El Cóndor”, más que sombría realidad de la violencia de los años cincuenta, adquiere universalmente los rasgos de una alegoría diabólica que se ensaña sobre los colombianos de manera intemporal. Buitre pérfido, que simboliza en su actitud de solapado o fanfarrón perdonavidas, 500 años de ambigüedad y de falsa moral en el país de «la gente de bien».

El pájaro beato, que en la pluma de Álvarez Gardeazábal alcanza la categoría de mito, encarna el resplandor tarado de una sociedad construida entre la violencia y la apariencia. Sociedad en donde todo lo impuesto desde afuera obedece a creencias pegadas con saliva. A Álvarez Gardeazábal no le tiembla el pulso para retratar con pasmosa fidelidad al fanático moralizante que cree que con la limpieza criminal del adversario, santifica su conciencia y ayuda al saneamiento espiritual del mundo.

Machista cristero como tantos falsos machos y falsos cristianos que abundan en el mundo, el personaje de Cóndores no entierran todos los días agrega a su cruzada moral el odio a la raza negra, amén de los centenares de “rojos”, que con sus siniestras bandas de pájaros negros, fueron exterminados por este inofensivo hombrecillo que vendía quesos en la galería de Gertrudis Potes.

La Potes, como la llama en algunos apartes el autor, o Doña Gertrudis, “como la llamaban las gentes de Tuluá”, es el afortunado contragolpe del genocida. Parienta del general Rafael Uribe Uribe, hereda de éste su bastón, que viene a simbolizar el poder de la razón, y el índice acusatorio del pueblo y de su entraña íntima. La soledad de Gertrudis Potes, es la soledad del pueblo perseguido, la travesía por el desierto de un partido que espera ser exterminado. La Potes es, en síntesis, el respiro del lector ante un León María asfixiante, no tanto por su asma crónica como por su fantasmal represión. Aquella es la franqueza, la libertad febril, el bello carácter. León María es lo sinuoso, lo torcido, lo servil ante los jefecillos mediocres y sus directorios.

Pintó su aldea y es universal

Heroica faena de Gustavo Álvarez Gardeazábal es la de haber escrito con el mágico duende de su notable imaginación esta novela-crónica de la Colombia donde entierran todos los días luchadores populares y líderes sociales. Fiel al postulado de Tolstoi, pintó su aldea y fue universal.

El escritor, el iconoclasta, el frentero, el que habla y escribe la verdad sin temerle a ningún poder telúrico, el que ataca sin piedad al adversario, el que desnuda ante el lector todos los enigmas del sexo, las escogencias, las delicias y las utopías, el que ha soñado un pueblo para luego gobernarlo, el que desafía el imperio cada vez que Júpiter vomita, el que ama como nadie a su Tuluá natal y que se refugia entre flores y libros en su cálido Alcañiz desde donde sueña con el reino de la felicidad colectiva para su adorado Valle del Cauca y por ende, para Colombia entera, es éste mismo que entre sonriente y escéptico ha cumplido 76 años de intensa y fecunda existencia y 50 de gloriosa paternidad de su maravillosa epopeya.

A este singular recreador de nuestra accidentada realidad, al colombiano integral sin esquinas postizas ni soterradas, y al amigo que quiero y admiro entrañablemente desde que leí con absoluta devoción la novela que hoy celebramos, le deseo no solamente los mejores parabienes terrenales y las mayores satisfacciones personales y literarias, sino que nos depare muchas novelas más, muchas narraciones descarnadas sobre nuestra piel real, con la minuciosa fidelidad, la crudeza poética y la belleza mitológica con que Gustavo Álvarez Gardeazábal las sabe construir.

 

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